Sucedió, hace ya muchos siglos, que un rey poderoso pensó en nombrar a tres príncipes que viajaban continuamente por su reino. El rey los llamó: Verano, Otoño, Invierno.
Envió el rey a su pueblo al príncipe Verano, pero a los pocos días de su llegada, los manantiales se secaron y la sed y el calor amenazaron con devorar la vida de todos los habitantes del reino.
Mandó entonces el rey al príncipe Otoño, que llegó acompañado de muchos frutos de regalo. Pero a los pocos días los árboles perdieron sus hojas, el cielo se cubrió de nubes grises cargadas de agua, y el viento azotó campos y poblados.
Llegó después el príncipe Invierno, frío, majestuoso, haciéndose acompañar por centenares de vasallos que sostenían su pesada capa de armiño. El frío corazón del príncipe helaba todo a su alrededor.
Viendo el rey la tristeza de su pueblo, tuvo compasión de él y decidió buscar una solución.
En regiones doradas y de ensueño, vivía una princesa llamada Primavera. El monarca la mandó llamar, y apenas entró la princesa en los dominios del rey, la tierra se cubrió de flores, los pájaros cantaron alegres construyendo sus nidos y los árboles vistieron de verde sus ramas. Un sol suave y limpio lució el firmamento, y, por las noches, las estrellas brillaron con extraordinario fulgor.
El rey dejó entonces al país en manos de los cuatro príncipes, y éstos viajaron por el reino siempre en este orden: Primavera-Verano-Otoño-Invierno.
Mª Jesús Ortega